Vallas y ventanas, por Naomi Klein

Naomi Klein es una periodista canadiense y autora del best-seller internacional "No Logo" sobre los peligros de la globalización corporativa. A continuación reproducimos parte del prefacio de su segunda obra, "Vallas y Ventanas" ("Fences and Windows"). En este libro, Klein denuncia todas aquellas vallas -visibles e invisibles- que los 'ganadores' de la globalización han ido levantando para protegerse de todos aquellos que han quedado excluidos. La autora, además, retrata el nacimiento de un movimiento de protesta contra el neoliberalismo más feroz y las cada vez mayores desigualdades económicas y sociales, un movimiento nuevo en sus formas pero no en sus contenidos, todavía incipiente pero muy esperanzador.


¡No nos encierren!

Por Naomi Klein

Hace unos meses, mientras buscaba entre los recortes de mis columnas una estadística perdida, advertí un par de temas e imágenes recurrentes. La primera era la valla. La imagen aparecía una y otra vez: barreras separando a la gente de lo que antes habían sido recursos públicos, apartándola de la tierra y el agua, restringiendo su capacidad para cruzar fronteras, para expresar disentimiento político, para manifestarse en las calles, incluso para evitar que los políticos aprobasen políticas que tuvieran un sentido para las personas que los habían elegido.

Algunas de estas vallas son difíciles de ver, pero no por ello dejan de existir. Una valla virtual rodea las escuelas de Zambia, donde se ha introducido una “tasa para usuarios” de la educación, siguiendo el consejo del Banco Mundial, que ha puesto las aulas fuera del alcance de millones de personas. Una valla rodea las granjas familiares de Canadá, donde las políticas del gobierno han convertido la agricultura a pequeña escala en un artículo de lujo, inasequible en un paisaje de mercancías con los precios por los suelos y granjas fabriles. Hay una valla real, si bien invisible, que rodea el agua potable de Soweto, donde los precios se han disparado debido a la privatización, y los residentes se ven obligados a recurrir a las fuentes contaminadas. Y hay una valla que rodea la misma idea de democracia cuando se le dice a Argentina que no recibirá un crédito del Fondo Monetario Internacional a menos que reduzca todavía más el gasto social, privatice más recursos y elimine la ayuda a las industrias locales, todo ello en medio de una crisis económica agudizada por estas mismas políticas.

Estas vallas son, por supuesto, tan viejas como el colonialismo. “Estas operaciones de usura ponen rejas alrededor de las naciones libres”, escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina. Se refería a los términos de un crédito británico concedido a Argentina en 1824. Las vallas, la única forma de proteger la propiedad de posibles bandidos, siempre han formado parte del capitalismo, pero los dobles raseros que apuntalan estas vallas son, desde hace un tiempo, cada vez más descarados. Expropiar holdings puede ser el mayor pecado que cualquier gobierno socialista pueda cometer a los ojos de los mercados financieros internacionales (pregúntenselo a Hugo Chávez en Venezuela o a Fidel Castro en Cuba). Pero la protección de los activos garantizada a las compañías por los acuerdos de libre comercio no es extensible a los ciudadanos de Argentina que depositaron sus ahorros de toda la vida en cuentas del Citibank, el Scotiabank y el HSBC, y ahora ven cómo la mayor parte de su dinero ha desaparecido sin más. Tampoco la inclinación del mercado por la riqueza privada dispensa un mejor trato a los empleados de Enron en Estados Unidos, quienes se encontraron con el “cierre” de los portafolios de sus jubilaciones privatizadas, por más que los ejecutivos de Enron se estuviesen embolsando beneficios a un ritmo vertiginoso.

Mientras tanto, ciertas vallas realmente necesarias están siendo atacadas: con la acometida de la privatización, las barreras que antaño existieron entre muchos espacios públicos y privados –impidiendo que hubiera anuncios en las escuelas, por ejemplo; que hubiera intereses de lucro en la salud pública, o que los noticiarios actuaran como meros vehículos de las otras empresas de sus propietarios– han sido derribadas. Todo espacio público protegido ha sido abierto sólo para que el mercado vuelva a cerrarlo. Otra barrera de interés público que está seriamente amenazada es la que separa los cultivos manipulados genéticamente de los cultivos no alterados. Los gigantes de las semillas no han hecho absolutamente nada para evitar que sus adulteradas semillas volaran hacia los campos vecinos, arraigando y cruzándose, de modo que en muchos países comer alimentos no manipulados genéticamente no es ni siquiera una opción: toda la provisión de alimentos ha sido contaminada. Las vallas que protegen los intereses públicos parecen estar desapareciendo muy rápidamente, mientras que las que restringen nuestras libertades se multiplican.

La dictadura del 'copyright'

Cuando advertí que la imagen de la valla seguía apareciendo en discusiones, debates y en mis propios textos, ello me pareció significativo. A fin de cuentas, la pasada década de integración económica ha sido estimulada por la promesa de una caída de barreras, de una creciente movilidad y de una mayor libertad. Pero 13 años después de la celebrada caída del Muro de Berlín seguimos rodeados de vallas, incomunicados; entre nosotros, con la tierra y con nuestra propia capacidad para imaginar que el cambio es posible. El proceso económico que se desarrolla bajo el benigno eufemismo de “globalización” afecta ahora a todos los aspectos de la vida, transformando todas las actividades y recursos naturales en una mercancía restringida y en manos de alguien. Como señala el investigador laboral afincado en Hong Kong Gerard Greenfield, el estado actual del capitalismo no se limita al comercio en el sentido tradicional de vender más productos más allá de las fronteras. También implica alimentar la insaciable necesidad del mercado de crecer mediante la redefinición como “productos” de sectores enteros que anteriormente eran considerados “bienes comunes” que no estaban en venta. La invasión de lo público por lo privado ha llegado a ámbitos como la salud y la educación, por supuesto, pero también a las ideas, los genes, las semillas –hoy compradas, patentadas y valladas–, así como a los remedios tradicionales aborígenes, las plantas e incluso las células humanas.

Con el hoy en día la mayor exportación de Estados Unidos (más que los productos manufacturados o las armas), la ley de comercio internacional no sólo debe ser comprendida como un elemento que socava barreras al comercio, sino más concretamente como un proceso que erige de forma sistemática nuevas barreras: alrededor de los conocimientos, de la tecnología y de los recursos recientemente privatizados. Estos Derechos de la Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio impiden que los granjeros replanten sus semillas Monsanto patentadas y convierten en ilegal la fabricación por parte de los países pobres de medicamentos genéricos más baratos para abastecer a poblaciones necesitadas.

La globalización está hoy siendo juzgada porque al otro lado de estas vallas virtuales hay personas reales expulsadas de las escuelas, los hospitales, los lugares de trabajo, sus propias granjas, casas y comunidades. La privatización y la desregulación a gran escala han creado ejércitos de personas expulsadas, cuyos servicios ya no son requeridos, cuyos estilos de vida son despreciados por “atrasados”, cuyas necesidades básicas no son satisfechas. Estas vallas de la exclusión social pueden desechar una industria entera, y pueden también desahuciar a todo un país, como ha sucedido con Argentina. En el caso de Africa, todo un continente se ve exiliado a la sombra del mundo global, fuera del mapa y de las noticias, apareciendo sólo en tiempos de guerra, cuando sus ciudadanos son vistos con recelo como miembros potenciales de una milicia, aspirantes a terroristas o fanáticos antiamericanos.

Barreras contra los 'perdedores' de la globalización

De hecho, poquísimas de las personas expulsadas al otro lado de la valla por la globalización recurren a la violencia. Hacen algo más simple: se mueven, del campo a la ciudad, de un país a otro. Y es entonces cuando deben enfrentarse con vallas que, en este caso, no tienen nada de virtual: las vallas hechas de eslabones y alambre de espino, reforzadas con hormigón y protegidas con metralletas. Cada vez que oigo la expresión “libre comercio” no puedo evitar recordar las fábricas carcelarias que visité en Filipinas e Indonesia, rodeadas de portalones, atalayas y soldados para acaparar productos con subvenciones muy altas e impedir el acceso a los sindicalistas. Pienso, también, en un viaje reciente al desierto del sur de Australia, donde visité el infame centro de detención de Woomera. A unos 500 kilómetros de la ciudad más cercana, Woomera es una antigua base militar que ha sido convertida en una cárcel para refugiados privatizada y poseída por una empresa subsidiaria de la firma norteamericana de seguridad Wackenhut. En Woomera, cientos de refugiados afganos e iraquíes, que han huido de la opresión y la dictadura de sus países, desean con tanta desesperación que el mundo vea lo que hay al otro lado de la valla, que realizan huelgas de hambre, saltan desde el tejado de sus barracones, beben champú y se cosen la boca.

En estos días, los periódicos están llenos de horribles narraciones de buscadores de asilo que tratan de cruzar las fronteras nacionales escondiéndose entre productos que gozan de una movilidad mucho mayor que ellos. En diciembre de 2001, los cuerpos de ocho refugiados rumanos, entre los que había niños, fueron descubiertos en un contenedor cargado de muebles de oficina: se habían asfixiado durante el largo viaje marítimo: El mismo año, los cadáveres de otros dos refugiados fueron descubiertos en Eau Claire, Wisconsin, en un cargamento de muebles de baño. El año anterior, 24 refugiados chinos de la provincia de Fujian murieron por asfixia en la parte trasera de un camión de reparto en Denver, Inglaterra. Todas estas vallas están conectadas: las reales, hechas de acero y alambre de espino, son necesarias para reforzar las virtuales, las que ponen los recursos y la riqueza fuera del alcance de muchos.

Pero sucede que es imposible esconder una parte tan grande de nuestra riqueza colectiva sin la ayuda de una estrategia que controle el malestar y la movilidad populares. Las empresas de seguridad hacen su agosto en las ciudades en las que es mayor la brecha entre ricos y pobres –Johannesburgo, Sao Paulo, Nueva Delhi– vendiendo puertas de hierro, coches blindados, complejos sistemas de alarma y alquilando ejércitos de guardas privados. Los brasileños, por ejemplo, se gastan 4 mil 500 millones de dólares al año en seguridad privada, y los 400 mil policías de alquiler armados del país superan en número a los agentes de policía en una proporción de casi cuatro a uno. En la profundamente dividida Sudáfrica, el gasto anual en seguridad privada ha alcanzado los mil 600 millones de dólares, más de tres veces lo que el gobierno se gasta cada año en viviendas de bajo precio.

Hoy por hoy parece que estas elaboradas fortificaciones que protegen a los que tienen de los que no tienen son microcosmos de lo que se está convirtiendo rápidamente en la seguridad del Estado global: no se trata de la aldea global con cada vez menos muros y barreras, tal y como nos prometieron, sino de una red de fortalezas conectadas por corredores comerciales fuertemente militarizados. Si este retrato parece desmesurado, sólo puede ser debido a que la mayoría de nosotros, los occidentales, casi nunca vemos las vallas y la artillería. Las fábricas fortificadas y los centros de detención de refugiados permanecen aislados en lugares remotos, donde el peligro de representar un reto para la seductora retórica de un mundo sin fronteras es menor.

Cumbres y contracumbres

Pero durante los últimos años, algunas vallas han aparecido ante nuestros ojos, con frecuencia, y coherentemente, durante las cumbres en las que se desarrolla este virtual modelo de globalización. Hoy en día se da por hecho que si los líderes mundiales quieren reunirse para discutir un nuevo acuerdo comercial, deberán construir una fortaleza de última generación para protegerse de la ira del pueblo, compuesta por tanques blindados, gas lacrimógeno, cañones de agua y perros de presa. Cuando Quebec albergó la Cumbre de las Américas en abril de 2001, el gobierno canadiense tomó la decisión sin precedentes de construir una jaula alrededor no sólo del centro de conferencias, sino también del centro de la ciudad, obligando a los residentes a mostrar su documentación oficial para llegar a sus casas y lugares de trabajo. Otra estrategia habitual es celebrar las cumbres en lugares inaccesibles: la reunión de 2002 del G8 fue mantenida en mitad de las Montañas Rocosas canadienses, y la reunión de 2001 de la OMC tuvo lugar en el represivo Estado de Qatar, país en el que el emir prohíbe las protestas políticas. La “guerra contra el terrorismo” se ha convertido en otra valla tras la que esconderse, y es utilizada por los organizadores de las cumbres para explicar por qué las muestras públicas de disidencia no son ya posibles hoy en día o, todavía peor, para trazar amenazantes comparaciones entre los manifestantes legítimos y los terroristas empeñados en la destrucción.

Pero lo que se presenta como amenazantes enfrentamientos resulta ser con frecuencia acontecimientos alegres, experimentos de formas alternativas de organizar sociedades y críticas del modelo existente. Recuerdo que la primera vez que participé en una de estas contracumbres tuve la inconfundible sensación de que se estaba abriendo una puerta política: una salida, una ventana, una “rendija en la historia”, para utilizar la bella expresión del subcomandante Marcos. Esta abertura tenía poco que ver con la luna rota del McDonald’s local, la imagen preferida de las cámaras de televisión. Se trataba de algo distinto: una sensación de posibilidad, una bocanada de aire fresco, una ola de oxígeno entrando en el cerebro. Estas protestas –que son realmente maratones de una semana de intensa educación sobre la política global, sesiones de estrategia de madrugada traducidas simultáneamente a seis idiomas, festivales de música y teatro callejero– son como adentrarse en un universo paralelo. De la noche a la mañana, el lugar es transformado en una suerte de ciudad alternativa en la que la urgencia sustituye a la resignación, los logotipos empresariales necesitan guardias armados, la gente ocupa automóviles que no son suyos, el arte está en todas partes, los extraños se dirigen la palabra, y la perspectiva de un cambio radical en el desarrollo político no parece una idea extravagante y anacrónica, sino el pensamiento más lógico del mundo.

Incluso las medidas de seguridad más rotundas han sido convertidas por los activistas en parte del mensaje: las vallas que rodean las cumbres se han transformado en metáforas de un modelo económico que exilia a miles de millones de personas a la pobreza y la exclusión. Los enfrentamientos se producen ante la valla, pero no sólo aquellos que implican palos y ladrillos: las granadas de gas lacrimógeno han sido rechazadas con palos de hockey, los cañones de agua han sido retados del modo más irreverente con pistolas de agua de juguete y los zumbantes helicópteros han sido burlados con escuadrones de aviones de papel. Durante la Cumbre de las Américas de Quebec, un grupo de activistas construyó una catapulta de madera al estilo medieval; la arrastraron hasta la valla de tres metros que rodeaba el centro de la ciudad y catapultaron ositos de peluche por encima. En Praga, durante una reunión del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, el grupo italiano de acción directa Tute Bianche decidió enfrentarse a los policías antidisturbios vestidos de negro no con amenazadores pasamontañas de esquí, sino con monos blancos rellenos de goma de neumático y acolchados con poliestireno. En un enfrentamiento entre Darth Vader y un ejército de Hombres Michelín, la policía no podía ganar. Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, la escarpada ladera que llevaba al centro de conferencias era escalada por una banda de “hadas rosas” con cómicas pelucas, vestidos en colores plata y rosa y zapatos de plataforma. Estos activistas son muy serios en lo que respecta a su deseo de acabar con el orden económico actual, pero sus tácticas reflejan un tenaz rechazo a implicarse en las luchas clásicas por el poder: su objetivo, que empecé a explorar en los últimos textos de este libro, no es hacerse con el poder, sino combatir el principio de centralización del mismo.

También se están abriendo nuevos tipos de ventanas, conspiraciones pacíficas que reclaman los bienes y los espacios privatizados para el uso público. Quizá sean estudiantes arrancando los anuncios de sus clases, intercambiando música en Internet o creando centros de medios independientes con software gratuito. Quizá sean campesinos tailandeses plantando verduras orgánicas en campos de golf más regados de lo necesario, o granjeros sin tierra de Brasil cortando las vallas que rodean los campos sin utilizar y convirtiéndolos en granjas cooperativas. Quizá sean trabajadores bolivianos dando marcha atrás al proceso de privatización del suministro del agua, o ciudadanos de Sudáfrica reconectando la electricidad de los vecinos bajo el eslogan “Power to the people” [Nota de la redacción: Poder, en inglés tiene los dos significados: “energía” –eléctrica– y “poder”]. Y una vez reclamados, estos espacios son también reconstruidos. En asambleas vecinales, en consejos municipales, en centros de medios independientes, en bosques y granjas gestionadas por la comunidad está emergiendo una nueva cultura de vibrante democracia directa, alimentada y fortalecida por la participación directa, no desalentada ni desanimada por la pasiva condición de espectadores.

A pesar de todos los intentos de privatización, parece claro que hay ciertas cosas que no quieren tener propietario. La música, el agua, las semillas, las ideas siguen derribando los muros que se construyen a su alrededor. Muestran una resistencia natural al encierro, una tendencia a escapar, a mezclarse, a saltar por encima de las vallas y salir volando por las ventanas abiertas. Mientras escribo esto, no se sabe con certeza qué saldrá de estos espacios liberados, o si lo que saldrá será suficientemente sólido para soportar los crecientes embates de la policía y el ejército a medida que se difumina deliberadamente la línea entre terrorista y activista. El interrogante acerca de lo que sucederá me preocupa, así como a todo aquel que haya participado en la construcción de este movimiento internacional. Pero este libro no pretende responder a esta interrogante. Simplemente ofrece una visión de los primeros pasos de un movimiento que se originó en Seattle y se ha transformado a raíz de los acontecimientos del 11 de septiembre y sus consecuencias. He decidido no rescribir estos artículos más allá de unos mínimos cambios, normalmente indicados entre corchetes, relativos a una referencia explicada a un argumento ampliado. Son presentados aquí (en un orden más o menos cronológico) tal y como son: postales instantáneas de momentos dramáticos, un documento del primer capítulo de una muy vieja y recurrente historia: la de la gente empujando las barreras que tratan de contenerlas, abriendo ventanas, respirando hondo, probando la libertad.

© Naomi Klein. Pieza extraída de "Vallas y Ventanas" ("Fences and Windows"). Fuente: http://www.nologo.org